La reforma a la educación.
La didáctica como herramienta de
los docentes.
Observado.
Por José de la Paz Bermúdez Valdés
La reforma a la educación.
Con el arribo del nuevo gobierno federal, llega la propuesta de una
reforma a la educación nacional. Viejo anhelo de la sociedad y exigencia del
magisterio de la república.
Todos los diagnósticos acerca del estado en que se
encuentra la educación del país apuntan a señalar el secuestro de ésta por
parte del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y
específicamente de su dirigente Elba Esther Gordillo Morales.
Sin lugar a dudas en la expresión de dichas opiniones
han operado los resultados de encuestas, entrevistas, resultados de exámenes
nacionales e internacionales, así como opiniones de académicos y estudios de especialistas
en el tema.
Sin embargo, aparte de la gran obstrucción que
representa la cacique magisterial, al margen del control político y las
alianzas en aras de acumular poder y generar sinergias sobre la condición
política de la propietaria del SNTE, debe reflexionarse en las causas del
atraso educativo.
Pocos han señalado las condiciones materiales de los
espacios donde se opera la acción educativa, es decir, las escuelas. En un alto
porcentaje son cascarones de construcciones viejas, adaptadas para funcionar
como aulas, en otros la ausencia de un espacio específico donde realizar el
proceso educativo. Es común encontrar las mini habitaciones de las casa
construidas por el infonavit habilitadas para funcionar como aulas.
Desde luego, que el establecimiento de Institutos de
Infraestructura Educativa pomposamente dictan reglas y disposiciones que en la
mayoría de los estados los propios gobiernos locales violan, constriñéndose a
exigencias para los particulares solicitantes de coadyuvancia en la prestación
del servicio educativo.
A lo anterior hay que agregar el escaso material didáctico, educativo y
de mantenimiento otorgado a las instituciones “escuelas”, que aparte de no
contar con los elementos suficientes acuden a prácticas que a la postre se
revierten en su contra, como lo es el de solicitar cooperación para los más urgentes
gastos de dichas escuelas, las famosas cuotas escolares.
En esas condiciones, también es frecuente señalar de
impreparados, ignorantes y demás lindezas a quienes diariamente realizan la
hermosa tarea de enseñar, sin considerar que en muchos de los casos realizan su
misión en lugares apartados de la geografía nacional, en condiciones de
ausencia de energía eléctrica, carentes de agua potable y por si fuera poco
utilizados como reclutas de ciudadanos en las campañas políticas, mal pagados y
sumidos en la explotación de dirigentes sindicales venales y arbitrarios.
Poco, muy pocos han valorado los esfuerzos del
magisterio nacional por lograr elevar los índices educativos a contraparte de países que destinan mayores recursos al
sector, que difieren enormemente de las condiciones de operación del sistema
educativo nacional, naciones que cuentan con instrumentos y herramientas de
tecnología de punta.
Sí, es correcta la pretensión de mejorar la educación
de nuestro país, constituye una de las más sentidas de las aspiraciones del
pueblo, pero también es justo ponderar las condiciones de vida, las de
operación del magisterio nacional.
Quitarle el lastre que representa Elba Esther
Gordillo, seguramente significará un gran alivio. Pero no debe olvidarse el
otorgarle verdaderos estímulos a quienes destaquen por su competencia, su
capacidad, su preparación su demostrada entrega en el servicio educativo y que
hoy por hoy han sido retirados de la función educativa por no plegarse a los
caprichos de gobernantes deshonestos, que en aras de cumplir sus caprichos, no
escatimaron recursos para manchar la hoja de servicios de verdaderos
profesionales de la educación.
Urge rescatar esos buenos elementos, darle nueva
dimensión al trabajo profesional de la educación, haciendo de ella, un verdadero
espacio para la realización pedagógica y no el ring de la querella egoísta que
tanto daño ha originado a la educación mexicana.
La didáctica como herramienta de los docentes.
Los problemas
de carácter didácticos que con mayor urgencia tiene que resolver el maestro al
realizar su labor escolar son entre otros:
El problema de la
selección de las materias de estudio —cantidad y calidad—que ha de inyectar en
el alma del alumno.
El saber ocupa
lugar; y como el espacio y el tiempo de que dispone la escuela son muy
limitados, el primer problema que se presenta ante el educador es un problema
de orden selectivo, problema no sólo de cada año sino de todos los días y de
toda lección.
Como el
contenido de la cultura es enorme y lo que puede enseñarse en la escuela es
algo muy reducido y concreto, es importante hacer la selección de los
materiales con acierto. ¿Cómo conseguirlo? ¿Qué criterio seguir al seleccionar?
La respuesta a
esta pregunta sólo puede obtenerse en función de las condiciones que forman el
ambiente escolar y de las que acompañan a los factores esenciales del proceso
educativo que describimos más adelante.
De una manera
exacta, el criterio de selección no puede formularse de antemano y a priori. Se
va forjando en la labor cotidiana de la escuela y depende no pocas veces de
elementos más o menos imponderables.
Lo que puede decirse es que el trozo de
cultura que seleccionemos ha de ser en cada caso una unidad, una totalidad
considerada no como suma de materiales sino como unidad conceptual; esto es,
que esté estrechamente enlazado con el anterior y con el siguiente. Que no sea
una cosa suelta sino algo que tiene su emplazamiento fijo en el proceso de la
ciencia que se trata de enseñar y en el proceso de la experiencia que el niño
posee al entrar en la escuela.
Una vez
seleccionada la materia de enseñanza, el maestro requiere poseerla, hacerla
suya. Dos maneras tiene de poseerla: la primera, como cosa prestada que se
transmite tal como se adquirió. Entonces la enseñanza se convierte en comercio
y el maestro en instrumento transmisor. La segunda, como cosa propia, como
sustancia construida por sí misma o transformada de tal modo que el maestro al
comunicarse con el alumno le transmite parte de su personalidad: el que antes
era mero conductor o transmisor de la labor docente, al poner ahora su propia
sustantividad, realiza un arte, se convierte en artista.
Una vez poseída
la materia, se presenta un duro problema: el de enseñarla.
¿En qué
consiste esta función de enseñar? El primer problema a que nos hemos referido
antes era un problema de contenido, de materia; era un problema de tipo
específico. El segundo es un problema genérico, formal, se refiere a la forma,
al camino que hay que seguir, al método.
Según que se
acentúe uno de estos dos términos, forma o contenido, surgen las dos grandes
direcciones que a través de toda la historia de la Pedagogía ha seguido el
problema de la instrucción y a las cuales cabe reducir todas las demás.
Para la vieja educación lo importante es la
materia de enseñanza, el qué: a la escuela se va para aprender y sólo a eso. A
aprender pocas cosas, pero éstas bien sabidas: leer, escribir, contar. La
escuela, entonces, apenas tiene problemas; fiel a su destino, cumple el papel
que se le encomienda.
No podía ser de
otro modo; mientras el contenido de la cultura del mundo que cabe introducir en
el recinto escolar es todavía pequeño, la escuela no tiene por qué tener
grandes pretensiones. Por otro lado, mientras el hombre no habla de sus
derechos y se limita a cumplir sus deberes, deberes que en cuanto a la jornada
de labor son de tipo profesional, que se transmiten de padres a hijos, la
escuela no necesita ocuparse de dar esa cosa vaga y difusa que se llama cultura
general.
Con el
advenimiento de los tiempos modernos la cultura se amplía; se descubren nuevos
mundos, se realizan nuevos inventos, se hallan nuevas verdades. Además, la Revolución Francesa
proclama los Derechos del hombre, y entre los primeros está el derecho a la
cultura.
La democracia
es la igualdad ante la ley; por ella el hombre se siente libre, puede cambiar
de destino y ascender a otras esferas sociales; puede desempeñar todas las
profesiones desde las más humildes hasta las más elevadas; y sobre todo, puede
gobernar a los demás hombres. Para ello necesita saber, saber mucho.
El problema de
la escuela se complica. Surge, además, en el siglo XVIII, la moda de las enciclopedias,
que impulsan al maestro a dar a su alumno una enseñanza enciclopédica.
El problema de la escuela es éste: cómo
enseñar mucho a muchos alumnos; es un problema de contenido intelectual.
Ahora bien, como la tarea es larga y la
jornada breve, hay que buscar caminos cortos que conduzcan de manera rápida al
alma del alumno, cuyo íntimo secreto nadie había pretendido descubrir todavía.
Por esta razón, la educación moderna acentúa el problema de la forma, del
método; surge el problema central: el de la enseñanza.
Varias maneras
hay de realizar esta tarea. Consiste la primera en mostrar al alumno la materia
de estudio para que éste la reciba pasivamente; el maestro toma un trozo de
cultura y trata de depositarlo en la mente del muchacho. Lo que éste tiene ante
la vista, lo que le presentan, es una cosa cortada, seccionada, muerta, incapaz
de ser incorporada al proceso total de su vida.
Pero hay una
segunda manera de enseñar: el maestro muestra al alumno aquel trozo de la
cultura como enseña, como bandera de unos principios, de una ideología; el
fervor entusiasta y la belleza del tópico sustituyen a la veracidad
intelectual. Y por último, otra manera de enseñar consiste en hacer que el
alumno intuya el contenido, es decir, lo recree de nuevo, lo haga suyo; que no
sea el niño mero espectador, sino actor de su propia educación. Surge así la
escuela activa; el contenido queda relegado a segundo término; lo importante es
la forma, el método.
Los factores
fundamentales del proceso de la educación son: por un lado, el niño, que es un
ser no maduro, no desarrollado; por otro lado, la cultura que ha de recibir y
mediante la cual va a adquirir esa formación, ese desarrollo que aún no tiene.
Ahora bien, la cultura no se le presenta así, en abstracto, sino encarnada en
la experiencia de la vida; esto es, del maestro.
En los primeros
años escolares la única fuente de donde el niño obtiene la cultura que le nutre
es la experiencia del maestro, su genialidad creadora. El maestro pasa a ser un
elemento fundamental de la educación y se confunde con el factor cultura.
La diferencia
esencial entre estos dos factores, maestro y alumno, es que el primero ha
vivido un trozo de la vida, posee experiencia en forma de cultura.
La experiencia
no consiste en amontonar recuerdos de un mero hacer automático o mecánico. La
experiencia de un maestro viejo, si es de ese tipo, no sirve para nada. La
experiencia es, más bien, lo que los alemanes llaman erleben y consiste en
haber vivido una parte del proceso vital a cuyo proceso ha de incorporarse el
niño.
Es, pues, la
recopilación de aquellos hechos que han ido resultando en ese proceso, en el
vivir cotidiano de la escuela.
La escuela no
es una cosa hecha, sino un hacer que el maestro realiza y cuyo resultado va
quedando al borde de su camino. Un maestro que ha vivido veinte años en una
escuela creada por él, cuya escuela no es mero remedo o caricatura de los
métodos en boga, impuestos por la moda europea o americana, sino que responde a
las necesidades auténticas del país y de la raza en el momento histórico en que
cumple su labor y de cuya escuela han salido alumnos que han aprendido a vivir
una vida más noble y digna, tiene experiencia.
En este primer
caso la experiencia se orienta hacia el futuro, se enlaza con el porvenir. Mas,
por otro lado, la experiencia se enlaza también con el pasado; es la tradición,
es el mundo de la historia vivida por nuestros mayores, es lo que el maestro ha
pensado o reflexionado sobre las ideas que ha recibido de sus maestros o de sus
libros; es, en suma, lo que llamamos cultura; que no es sólo el conjunto de
unas cuantas ideas recogidas aquí y allá, sino también la enunciación de
ciertos fines sociales que hay que alcanzar, de ciertos valores encarnados en los
hombres ya maduros que sirven de norma y de ejemplo. Tal es el primer factor:
la cultura.
Mas del otro
lado tenemos al niño que ha de adquirir una madurez, una experiencia.
El proceso de
la educación consiste en la interacción de estas dos fuerzas. Si nos fijamos en
una de ellas y nos desentendemos de la otra, podremos hacer una labor
interesante, pero no construiremos una teoría de la educación, ya que los
términos del problema educativo han sido, son y serán siempre éstos: por un
lado el maestro, que representa la cultura, el contenido, la tradición cultural
que han ido acumulando los siglos, la experiencia elaborada en el proceso
histórico, el principio de autoridad.
Por otro lado
el niño, que es lo no experimentado, lo no maduro, lo instintivo, lo no sujeto
a norma y a regla, la naturaleza espontánea, la iniciativa personal, lo
auténticamente nuevo: la libertad. Cuando se habla de autoridad en la escuela,
se está pensando en la cultura; cuando se habla de libertad, se está pensando
en el niño.
Con no poca
frecuencia estos dos términos se presentan en conflicto. La vieja educación se
ha apoyado en el término cultura: tradición, autoridad, contenido, saber. Y
todo ello incorporado en la persona del maestro.
La nueva
educación se ha apoyado en el niño: naturaleza, espontaneidad, libertad.
La vieja
educación dice: hay que dar al niño lo que le falta; hay que disminuir las
peculiaridades individuales para que ingrese en el amplio campo de la vida
social; hay que sustituir apariencias casuales por realidades estables y bien
ordenadas. Puesto que el niño tiene que dejar de ser niño, que deje de serlo
cuanto antes; se le viste de hombre, se le trata como a un hombre y se le
enseña como al hombre, en menor cantidad pero lo mismo.
La nueva
educación, por el contrario, se rebela contra la cultura y anula la vieja
escuela. La escuela, dicen, concebida como recinto de cultura, es algo estrecho
y sin el más menudo valor. El niño la detesta porque él viene de la familia y
quiere encontrar un recinto más cálido, más íntimo.
La escuela debe
ser la prolongación de la familia, una casa en grande, un gran hogar. Todas las
materias de estudio han de estar al servicio del desarrollo del niño. La
finalidad perseguida no es el conocimiento sino la autorrealización. Ser una
persona es mucho más que ser un erudito. El acto de aprender es una función
activa; lo es mucho más para el niño que para el maestro enseñar. Toda acción
en el niño, ha escrito Frobel, es creación; el niño, o está creando o no está
haciendo nada; esto es, está muerto.
He aquí las dos
grandes direcciones que incluyen en sí a todas las demás. La contienda se libra
entre el niño y el trozo de cultura que tiene que recibir; porque la infancia
es período de aprendizaje y el niño va a la escuela para aprender; tiene que
aprender, aprender a vivir, para realizar su destino, el destino que la
naturaleza señala a sus años primeros.
Ayer como hoy
la escuela es el campo de batalla de esta pequeña lucha. Y el maestro ha de
hacer que no haya vencedores ni vencidos. El lema de Fichte le servirá de
orientación en su camino al realizar la divina operación educadora. El maestro,
frente al niño, al reflexionar en el número infinito de sus posibilidades, le
dirá: "Llega a ser lo que eres".
Observado.
¿Cuánto del dinero recaudado por el gobierno estatal
tamaulipeco y los municipios por concepto del impuesto predial, por el cobro
extemporáneo de tenencias y otras lindezas, regresará a la población convertido
en obras, servicios y bienestar social?
0 comentarios:
Publicar un comentario