H, Matamoros, Tamaulipas:

LA OTRA CARA DE VERDAD


POR JAIME SOSA




       En las últimas décadas  México se ha transformado profundamente. A pesar de que la mayoría de sus políticos e intelectuales parece no haberse percatado de los cambios radicales que ha sufrido la población, al concentrarse preponderantemente  en zonas urbanas por la expansión de la actividad industrial y de los  servicios, y el olvido del campo en la política de desarrollo,  los graves problemas del crecimiento  de las ciudades y áreas metropolitanas se imponen ya como temas cruciales  e ineludibles de la agenda del gobierno y de la  sociedad.

Hoy  cerca de 80 % de los mexicanos vivimos en las ciudades,  a diferencia de  1980  en que éramos  55%.

      El patrón de crecimiento ha generado extremos que hablan de la profunda desigualdad y polarización que caracteriza el ordenamiento territorial del país donde coexisten metrópolis como la ciudad de México y una enorme dispersión de 185 mil pequeñas localidades, a las cuales es muy difícil dotar de infraestructura y servicios.

         Las ciudades  han crecido de manera anárquica y sin plan alguno, siempre bajo la lógica de los intereses particulares que, frente a la improvisación y los yerros de la política gubernamental, minimizan el interés general e imponen  un modo de crecimiento costoso para la población: ineficiente, contaminante, destructor del tejido social y de las practicas comunitarias, inseguro y violento,  e inequitativo.

Todo esto se deriva de un concepto de la forma de vivir que el sistema económico ha generalizado como una  cultura que conjuga las expectativas de ascenso social y las aspiraciones vitales que caracterizan a la clase media, y en la cual destacan el uso del asfalto, el concreto, el automóvil, la televisión  la comida rápida, la telefonía celular y las nuevas tecnologías de la información, y en la que prevalecen  el individualismo, la violencia, la discriminación y el consumismo.

        Nuestras ciudades se rigen por las reglas que impone el uso del automóvil; no existen banquetas seguras y cómodas para caminar; se desprecia  a los ciclistas y a los peatones; la mayoría de los habitantes padece de sobrepeso, obesidad, diabetes y problemas cardiovasculares;  el transporte público es pésimo y caro, las distancias que se deben de recorrer para ir al trabajo y a la escuela son cada vez mayores, así como el tiempo que se le dedica.

        Lo más preocupante, sin embargo, son los procesos de descomposición y de violencia que van aparejados  a la desigualdad social, a la presencia generalizada del crimen organizado y al entorno que se ha creado en las ciudades por el urbanismo salvaje que se ha propiciado en las últimas décadas.  La falta de oportunidades de educación y de empleo  reproduce la pobreza, la exclusión y la desigualdad social, propicia la incorporación de miles de jóvenes a las redes del crimen, expulsa a miles de niñas y niños a la calle, alienta la drogadicción, la trata de personas, el alcoholismo, el suicidio y  la violencia en todas sus expresiones, especialmente la violencia  contra las mujeres.

     Contrario a lo que muchos pensaban, en el sentido  de que la urbanización sería  un proceso de modernización con mayor bienestar para  la sociedad mexicana , ha venido a ser  en realidad un proceso de fractura social  con la  destrucción de los valores y principios elementales de la solidaridad y la convivencia comunitaria, de aniquilación indiscriminada  del entorno natural en donde se asientan las áreas urbanas, de alta emisión de gases de efecto invernadero, así como de pérdida irreparable    del patrimonio histórico de las ciudades.

        La organización  de las ciudades en México es un verdadero fracaso. No existe planeación urbana y  cuando se realiza no se respeta. En la mayoría de las localidades las áreas urbanas crecen sin control por la concentración de la tierra en pocas manos y la  especulación inmobiliaria, con lo cual se generan altos costos en los servicios públicos que, por supuesto , deben asumir los gobiernos municipales o, lo que es lo mismo, la ciudadanía. La falta de regulación propicia que haya una transferencia neta de recursos fiscales, es decir recursos  de la comunidad, hacia quienes especulan con los terrenos y cobran altas indemnizaciones por permitir la ejecución de obras públicas que finalmente incrementan el valor de las propiedades.

       Gran parte  de los fraccionamientos de interés social donde viven los trabajadores, la fuerza laboral que mueve a este país, son ejemplo de construcciones  precarias y difícilmente habitables, al menos sanamente,  donde apenas si hay áreas verdes y espacios comunes, las calles son lo más estrechas que fue posible hacerlas y donde no se han fomentado formas de organización y convivencia vecinal que permitan mejorar el entorno.

        La calidad de vida no mejora para la gran mayoría de los mexicanos que viven en las ciudades. Al contrario, cada día que pasa se agravan los síntomas de malestar y  de deterioro de las condiciones de vida, así como de desgaste del régimen político e institucional que no acierta a garantizar certidumbre en materia de seguridad y de justicia.

     No es exagerado decir que la posibilidad de alcanzar  un estado de mayor progreso y de mejor calidad de vida, depende de la determinación y el sentido con los cuales se establezca una política de largo alcance para orientar y regular el desarrollo de las ciudades y de las zonas metropolitanas. Es preciso colocar esta preocupación en  el centro de la agenda con la cual queremos construir el futuro de nuestro país. 



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Editores periodico frontera

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