Son las 9:30 de la noche. He leído como loco, pienso para mí. La lectura de algunos escritos pendientes y alguno que otro de los autores clásicos me atolondraron la mente y más, porque se me olvidó comer el “tentempié” que según mi endocrinólogo, la hipoglucemia que se me manifestó desde hace varios años, me obliga a tomar.
Me levanto de la mesa y estiro mi cuerpo. La sangre que fluye por mis venas me hace sentir bien. El bostezo que emito me hace recordar que tengo que tratar de dormir 8 horas como mínimo para no forzar mi cuerpo y de paso, ayudar a mi corazón a que funcione mejor. En ese instante me asalta la pregunta del porque la humanidad centra en esta víscera la capacidad de amar o de almacenar el afecto hacia alguien.
Tomo mi teléfono celular y busco en el directorio el nombre que corresponde a mi hermano menor, el que nació 15 años después de mí. Ya es todo un hombre hecho y derecho, pienso. Con esposa, hijos y a nuestra madre que cuida. Creo que ni cuenta me di de cuando se hizo adulto. El tiempo pasa rápido, razono, y más con la velocidad con que hoy vivimos.
Mi hermano me contesta con cierto desgano. Le cuestiono porque la falta de entusiasmo y me contesta en el acto que los días entre semana son pesados. Ir al otro lado a dejar a sus niños a la escuela y regresar a este lado de la frontera algunos días de la semana, cansa, me dice. Pero no hay otra opción, “de este lado hay poco negocio y cada día se desatan más y más balaceras y se entera uno de tantas muertes, que la única alternativa que hay es salir de aquí”, me señala ya con la resignación marcada en su voz.
No le refuto, porque no tengo una respuesta que lo pueda sacar de su mutismo. “¿Cuando perdimos el país de la tranquilidad de antaño?”, me pregunto. “Creo que lo dejamos ir cuando instituimos la sociedad de consumo en que hoy vivimos”, me contesto sin compartir mi deducción con él.
Tratando de desviar mi pensamiento hacia cosas más positivas, le invito a cenar fuera de casa. Inmediatamente me pregunta si es seguro salir a esas horas. Le digo que no lo sé, pero que no podemos vivir aislados del mundo que nos rodea. “La vida tiene que seguir”, le digo mientras trato de convencerme de mis razonamientos huecos.
Para animarlo, le argumento que es día de San Miguel Arcángel, mi santo y que está obligado a festejarme. “Ni que fueras tan religioso”, me dice en tanto emite una risa que me conforta. Me complace que me diga que sí, pero que pase por él porque no tiene ganas de manejar.
Arreglarse para salir es lo de menos, porque el tiempo ha erosionado el ánimo de la pomposidad. Ahora hay otros valores y otras necesidades, pienso. La necesidad y obligación de sacar a los hijos adelante, desde pagar las colegiaturas y demás necesidades de ellos, ya sustituyó la pretensión de otros ayeres.
A la hora paso por él.
En cuanto se sube al carro discreto y que no llama la atención, nos preguntamos al mismo tiempo a donde vamos a cenar. “No hay muchas opciones, ya cerraron muchos negocios. La inseguridad y la falta de consumo ha obligado a cientos de comercios a cerrar”, me dice.
Mientras salgo de la colonia donde está su casa, me cercioro de lo helado de sus palabras, porque no sé si sea la hora, pero ya para las 9 de la noche, no hay una sola alma que deambule por el centro de la ciudad. Los comercios están cerrados porque así se les recomienda a sus propietarios que lo hagan.
Tomo diferentes calles para llegar a un buen lugar que mi hermano se acuerda que existe cerca de las vías del tren, muy cerca de la calle Siete y Galeana, pero el resultado es el mismo. Se me figura un pueblo del oeste, esos donde la ley que prevalecía era la el del más fuerte o de quien fuera más rápido para disparar.
La desolación es casi tangible y el silencio aterrador. Confieso que la tristeza me invade, porque recuerdo que no hace mucho, la algarabía nocturna en la ciudad comenzaba desde el jueves y hoy es jueves, recuerdo.
Aparte de todo, la luz pública y su lúgubre iluminación, asemejan una ciudad que llora. Que resiente lo que le pasa. Que desea volver a ser lo que era, pero que las circunstancias no la dejan.
Al llegar al lugar nos invade el recuerdo de la sensación de estar en pleno despoblado. Las mesas del restaurante están vacías. Le pregunto al mesero que si siempre esta así y me dice que sí. Que es raro que alguien se aparezca después de las 9 de la noche. Es peligroso le pregunto y me responde sin dudarlo que sí.
Cenamos con el apremio de salir rápido para regresar a casa. Los alimentos son excelentes, lástima que poca gente los pueda disfrutar, pienso retraído.
El regreso es peor porque la desolación ha aumentado. La ciudad sigue llorando, pero ahora la tristeza la ha apresado. Nos trasmite esa sensación y provoca sentirnos mal, incómodos y abatidos. La luz pública sigue tenue y logra darle un matiz desértico a las calles. Solo un fuerte comando de soldados que patrullan la ciudad con las luces de sus vehículos apagadas, me hacen recordar algunas lecturas sobre Libia, Irak o Afganistán.
Hay que esperar a que amanezca para ver a nuestra ciudad con el alboroto de siempre y en espera de que las horas de sol sean largas para no tener que esperar a que llegue la noche y sentir que empieza a morir de nuevo.
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