Por: María Jaramillo Alanís
Razones y Palabras…
Ciudad
Victoria, Tamaulipas.- Volver a esta ciudad única, de calles agujeradas, de
gobiernos vacíos, donde las palomas en vez de volar caminan y donde la soledad
acompañada se huele, es para emprender la retirada, irse y jamás, pero jamás
recordar que existe.
Borrarla
del mapa geográfico de la memoria, desenterrar el ombligo y comerlo junto a de los
hijos, de los hermanos. Desenterrar los huesos de nuestros muertos y cargar con
el preciado equipaje y perderse para siempre.
Irene
cavilaba, se tiraba del cabello y se maldecía por haber regresado al pueblo que
la vio nacer. No había en esta ciudad un
rastro de lo que fue hace 30 años, sólo era un montón de viviendas coloridas,
suntuosas, sin embargo lloró cuando alrededor de las casas de los ricos, se
apelotonaban las casuchas miserables.
Las
veía asombrada y se decía para sí misma que aquella visión sólo la había
contemplado en una película de Juan
Orol. Sin saberlo, quizá, habían construido una ciudad con viviendas de estilo
“Kitsch”.
Allá
se veían los techos construidos con pendones tricolores, azules, amarillos, con
la cara de algún político disque guapo o de aquellas mujeres que logran colarse
a las campañas. Los niños panzones de
piel morena. Los más grandecitos de diez añitos se servían un chemo, eso
sí con radiocomunicación en el bolsillo trasero de su pantalón.
Una
y otra vez se preguntaba: ¿Será una visión? ¿Es Victoria? ¿Habrá desfile
militar? ¿Cambiaron el 16 de septiembre? El paisaje citadino completamente
arrasado, atiborrado de desesperanza y para acabarla de fastidiar, la bruma
sobre la ciudad la hacía más tétrica, terrorífica.
En
la charla de bienvenida, Irene contaba llorosa.
-Está
ciudad me puede. Es como recorrer de memoria una calle cualquiera donde abundan
cantinas, borrachos y prostitutas. Una barranca interminable donde lanzas una
piedra y allá bien lejos se oye cuando alcanza el suelo.
Las
voces de las amigas de Irene se apagaron por varios minutos, una a otra se
volteo a ver, sin decirse nada. Se miraban solamente cómo si al guardar
silencio se ahuyentara el ruido de hélices y motores que se escuchaba encima de
nuestras cabezas.
Irene
saltó de su acojinada silla, de pie frente a sus diez amigas preguntó
-¿No
les da miedo, porque no dicen nada? Es una puta ciudad tomada por el ejército.
Dónde carajo están los partidos, los gobernantes, y ustedes ¿han salido a la
calle a protestar por la toma militar de nuestra ciudad?
En
murmullo y atropelladamente se le pidió que guardara compostura, la más imbécil
se le ocurrió decir “Ellos andan haciendo su trabajo, diosito los ha de
bendecir”
-¡Chingas
a tu madre!
El
silencio se hizo más profundo, el café se enfrío, los huevos con machaca y
tortillas de harina se jodieron. Irene se puso de pie, agarró su bolso y no
volteo ni para dar las gracias.
Las
viejas amigas se despidieron en silencio, yo no sé si por vergüenza o realmente
la mentada de madre había dolido.
Lo
cierto es que las tanquetas militares siguen su recorrido los helicópteros
sobrevuelan el espacio victorense, pero nadie se atreve a decir algo, cualquier
cosa, ni el clásico ¡avienta papeles!
Irene
piensa de nuevo emprender la retirada, antes de qué en cualquier esquina se
convierta en daño colateral o en narca, dice.
Ayer
todavía hablamos por teléfono, su voz
era triste.
-Vámonos,
este pinche pueblo ya está muerto y si sigues de necia en quedarte, en espera
de ese amor qué no llegará, estarás
muerta en vida.
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